4 Febrero 2012
El 25% de los costes de explotación aérea deriva del combustible. Reducir emisiones es una buena estrategia para minimizarlos. Nuevas configuraciones, biocombustibles, motores o tren de aterrizaje son parte del I+D de un sector encorsetado en largos procesos de certificación.
«La configuración convencional de fuselaje y alas ha alcanzado su límite. Si el objetivo es disminuir el ruido y la contaminación, hace falta cambiar el diseño. Es sólo cuestión de tiempo que se empiecen a considerar otras configuraciones», explica Cristina Cuerno, investigadora de la Universidad Politécnica de Madrid. Un viejo concepto que resurge es el de ala integrada o BWB, en el que el fuselaje casi desaparece por completo. Boeing tiene desarrollado un prototipo con la Nasa, el X-48, de 6,22 metros. La idea es probar esta forma, que reduce el consumo de combustible y aumenta la capacidad de carga, como aparato comercial, aunque no es fácil psicológicamente aceptar la falta de ventanillas y las dificultades de evacuación.
Los dos grandes proyectos aeronáuticos del Airbus A-350 y el Boeing 787 Dreamliner incorporan ya el 50 por ciento de fibra de carbono. Y el futuro trae más investigación para sustituir las resinas que conforman la fibra de carbono por otras más naturales. También la forma de producción evoluciona, con procesos de fabricación sin autoclave, el horno eléctrico usado para que la fibra de carbono coja rigidez.
El avión Solar Impulse ha realizado vuelos nocturnos y exitosos; ha habido infinidad de prototipos eléctricos, como el Pipistrel Taurus G4 o el Cri-Cri eléctrico de EADS –con «buenas perspectivas en la aviación deportiva» explica Jose Manuel Gil García, ingeniero de AYA Aerospace–; incluso se ha experimentado con pilas de hidrógeno, pero ¿son los sistemas más adecuados para el avión comercial? Llenar el fuselaje de baterías aumenta el peso y las células solares necesarias para mover una aeronave con cientos de pasajeros serían demasiadas. De momento, las grandes compañías apuestan por los biocombustibles. En España el primer avión con biocombustible de Iberia y Repsol cubría recientemente la ruta Madrid-Barcelona con un 25 por ciento de Camelin. De esta especie se obtiene por cada hectárea unos 800 kg de combustible.
Aunque representa la mejor opción, en el sentido de que no hay necesidad de cambiar el diseño de los aviones, el mayor porcentaje utilizado hasta ahora en vuelo es una mezcla al 50 por ciento. De momento no es posible que los aparatos vuelen sin queroseno; el biodiésel estropea las juntas. El sector está dividido entre quienes piensan que las emisiones de la obtención de biodiésel se compensan gracias a la capacidad de absorción de los cultivos y quienes ven en estas plantaciones extensivas un competidor a los productos alimenticios.
Una alternativa podrían ser las microalgas. Un consorcio español, integrado por AlgaEnergy, el Ministerio de Fomento, el CSIC, AENA e Iberia, acaba de inaugurar una planta experimental de producción en Barajas. Los más optimistas piensan que en diez años, el biodiésel de microalgas puede estar ya en el mercado aeronáutico, porque la concentración de lípidos es buena. Sin embargo, «no estamos en los 1,5 euros de precio de producción del petróleo. Podemos llenar un avión de microalgas, el problema es hacerlo rentable», explica María Segura, jefa de proyecto del departamento de I+D de AlgaEnergy. En cuanto a motores, el proyecto europeo Clean Sky apuesta por el open rotor, un motor con las hélices fuera que «recupera la idea de los años 70 del prop-fan», explica Gil. Prop-fan ya apareció en la crisis del petróleo de los 70 porque conseguía reducir el consumo hasta el 30 por ciento pero el problema sigue siendo el ruido. El segundo modelo, Leap-X podría certificarse para 2016. Este concepto de CFM de turbofan consigue reducir el consumo un 16 por ciento y de CO2 y NOX hasta la mitad. Parte del motor está hecha con fibra de carbono, más ligero, de ahí la reducción de consumo. El tercer tipo, Geared turbofan, introduce una caja de engranajes entre el ventilador y la turbina para que ambas partes funcionen a su velocidad óptima.
Otra posibilidad para optimizar costes en mantenimiento sería la predicción ante la posibilidad de daño durante el servicio. Se colocarían sensores SHM (Structural Health Monitoring) por zonas de interés del avión. Gracias a la transmisión y recepción de ondas se puede detectar si se producen cambios estructurales durante el vuelo y en tierra. De este modo se realizaría un mantenimiento mucho más eficaz y seguro. «Los sensores hablan entre sí, aprovechándose de la energía vibratoria», explica Martín de la Escalera, Responsable del Area de I+D de la unidad de ingeniería de Aernnova.